- Profesor… ¿pero Ud. me jura que de verdad nunca la ha visto? –me pregunta Don Efraín con la voz casi partida por el llanto.
No alcanzo a responderle. En parte porque me mata de pena ver a ese hombre llorar; pero sobre todo porque me quedo frío viéndole la marca sanguinolenta sobre el cuello, como un mordisco fantasmal. Tal vez el rastro de una soga que le ha quemado la piel cerca de la yugular. Y allí recuerdo toda la historia.
Papá me despertó ese domingo temprano. “Chamo, ¿me acompañas a visitar a un amigo?”. Estuve a punto de decirle que no, que era domingo y que prefería dormir hasta más tarde, que mejor le dijera a mamá; pero vi al viejo tan nervioso, como con ganas de hacer algo prohibido, que me dieron ganas de ir. A mis once años de aquel entonces no sonaba malo el plan de ir a pasear con el viejo, llenarme la barriga de chucherías, comerme tres perrocalientes y dos botellas de refresco. Cuando papá y yo salíamos a solas era como si su diabetes se tomara un día sabático; y durante esas horas el viejo se metía cuanta cosa se le cruzara en el camino con mi más silenciosa y absoluta complicidad.
Tomamos la camionetita en la esquina de la casa. Nos bajamos un rato después en la Avenida el Parque de Prados del Este y de allí caminamos unos veinte minutos bajo la sombra de los árboles hasta la entrada del Psiquiátrico El Peñón. “El niño no puede pasar, las visitas sólo están autorizadas para mayores de 16 años” decía una enfermera gorda embutida en su uniforme blanco sucio, amenazando con volarle el ojo de un botonazo a cualquiera en cualquier momento. “Yo respondo por el joven. Soy su papá y me hago responsable”. “Bueno, allá Usted. Después viene un interno y le mete un carajazo al niño y vienen llorando los dos”. “No se preocupe, yo me encargo, ya le dije”. “¿A quién me dijo que venía a visitar?”. “Lisandro Antonio Muñoz… Teniente Lisandro Antonio Muñoz”. Y cuando papá pronunció ese nombre noté en su voz un dejo de melancolía, como si invocara el nombre de un muerto, de alguien que alguna vez se llamó así, pero ya no más.
“Vénganse por aquí” nos dijo la enfermera y enfiló hacia un pasillo pintado a mitades de verde y blanco. “El verde los tranquiliza muchísimo, esto antes estaba pintado de mostaza y los ponían de un agresivo que ni les cuento, ahora se quedan como sedados”, decía la enfermera como si se diera un tour a sí misma por el manicomio. Papá asentía distraído, pensando en cualquier otra cosa. Yo estaba preocupado en calcular cuántos yo cabíamos en cada nalga de la enfermera. Tenía un culo como para poner una mesa de billar en perfecto equilibrio. Cuatro, sí, yo creo que cuatro veces yo.
“Lisandro, Lisandro Antonio, mi amor… tienes visita”. Llega el tal Lisandro y se queda como congelado cuando ve a mi papá. Se le aguaron los ojos, se puso como más chiquito: “Profesor Santos Urriola, Usted por aquí”. “¿Cómo le va Teniente, hace tiempo que tenía ganas de venir a visitarlo”. Y se dieron un abrazo como dos buenos amigos que se reencuentran después de años y años de muchas canas y muchas arrugas. “Bueno, señores, mucho cuidadito. Yo me voy porque tengo qué hacer… cualquier emergencia me tocan el botón ese rojo que está allá para mandar a los enfermeros de seguridad”. Señala un botón rojo incrustado en la pared, justo en la franja divisoria entre el blanco y el verde. Yo calculo que con un salto grande llego, por si a las moscas. Ojalá que no, porque el loco se veía tranquilazo, pero uno nunca sabe.
Papá saca los Astor rojo y le ofrece la caja a Lisandro Muñoz. El teniente acepta, toma uno, luego otro, otro, otro, y otro. Se mete cuatro en el bolsillo, sujeta el quinto cigarrillo con la comisura de los labios y le pide fuego al viejo con un chasquido de dedos.
Que si cómo has estado, qué tal por acá, que todo tranquilo, que no se queja, no lo tratan mal, excepto un enfermero del turno de la noche que la tiene cogida con el teniente y lo golpea cuando está amarrado, y le manda más electroshocks de la cuenta, que la comida no está mala, la sopa de fideos es su favorita y las tajadas de plátano maduro también, que a los que se portan bien los premian con un trozo de queso blanco para comer con el plátano, “a mí me ha tocado toda esta semana mi quesito, profe”. “Ah, qué bien, Lisandro, pues lo felicito…”. Y así sigue la charla por minutos, media hora, otra media hora. Yo comienzo a aburrirme, hablan de los viejos tiempos cuando construían la Universidad Simón Bolívar, de cómo era la hacienda Sartenejas antes, de las cosas que han cambiado, las que siguen igual. El teniente parece conocer a todos los amigos de papá, pregunta por ellos uno por uno: “¿y el profesor Maíz Vallenilla?, “¿y la profesora Carmen Elena?”, “y aquél muchacho de barba… cómo es que se llamaba… Fernando Fernández, ¿no?”. Y papá le iba respondiendo uno a uno, le hacía un resumen de qué hacían, por dónde andaban. Que si fulano se murió, el otro está en Inglaterra, la profesora tal trabaja conmigo todos los días, somos grandes amigos, claro.
Yo me comienzo a aburrir, me pongo a patear unos mangos maduros que hay regados por el piso. Improviso una arquería con gaveras plásticas de Pepsi y me pongo a cobrar penales mientras estos dos charlan. Y en eso, de la nada, escucho un grito enfurecido: “¿Pero profesor, de verdad que Ud. nunca la ha visto? ¡No puede ser que nadie más la haya visto, sólo yo! ¿Por qué solamente yo?”. Y ese hombre se ha lanzado con las manos extendidas hacia papá y comienza a ahorcarlo, y papá le lanzaba manotazos a la cara, al pecho, rodillazos a los testículos. Yo le lanzo mangos a la cabeza al Teniente. Se me ocurre tocar el botón rojo. Tengo que pegar más de un salto, no llego, está demasiado alto. Tomo impulso y me lanzo con todas las fuerzas hacia el botón y lo alcanzo con la punta de los dedos. Papá está como un gato panzarriba defendiéndose de Muñoz. Llegan dos enfermeros gigantescos, la cosa más parecida a un gorila lomo de plata que hay en la especie humana. Hacen una llave para inmovilizar al loco y logran controlarlo con esfuerzo.
Ayudo a levantarse a papá. Le sacudo las rodillas llenas de polvo, le recojo los anteojos que han perdido un cristal en la batalla “y ahora cómo les explicamos a mamá” estoy a punto de decir; pero gracias a Dios me callo a tiempo. Y cuando estoy estirando el brazo, sosteniendo los anteojos con una pinza de dedos para devolvérselos a papá, me doy cuenta de una marca de sangre enorme que tiene Lisandro Muñoz en el cuello. Como un mordisco de dientes gigantescos. Una herida demasiado profunda como para que se la hubiese hecho papá durante la pelea.
Amarran al teniente y se lo llevan a rastras. Papá se le queda viendo hasta que desaparece al girar por una esquina ayudado por un último y brutal empujón propinado por uno de los enfermeros que le grita “¡Loco de mierda, todavía con tu cuento de la ahorcada, hasta cuándo vas a seguir con esa güevonada!”.
El viejo y yo salimos del psiquiátrico El Peñón en absoluto silencio. Papá telefonea a la vieja desde un teléfono público cerca de la entrada. Que nos vaya a buscar en la principal de Prados del Este en un cuarto de hora.
“Papá… ¿qué fue eso, qué pasó, quién es ese señor?”. Pregunto al viejo sin poder aguantar más. Papá camina con el mentón enterrado en el pecho. Tarda unos segundos en responder. “Chamo, no le vayas a contar nada de esto a tu mamá, ¿vale? Este será nuestro secreto”. “Sí, vale, cuéntame ya”. “Pero es que si le cuentas a la vieja te mato, carajito, ¿me estás entendiendo?”. “Que sí, coño… cuenta”.
Papá me pone su mano morena y velluda sobre el hombro, el gesto típico cuando exigía verdadera atención y cuando no quería que lo interrumpieras: “Lisandro Antonio Muñóz era teniente de la Guardia Nacional hace muchos años, cuando se fundó la Universidad Simón Bolívar. En aquellos tiempos designaron a un destacamento de la Guardia Nacional para custodiara la Universidad, así que cuando todos los profesores nos íbamos, se quedaban unos cuantos guardias encerrados en Sartenejas cuidando los edificios nuevos y las viejas casas de la hacienda. Lisandro era uno de ellos, creo que de hecho era el jefe de ese destacamento. Nos hicimos amigos de tanto vernos por allí, caminando por entre los árboles, viendo cómo la vieja hacienda iba dejando el paso a una universidad moderna. Una mañana me encontré al teniente Lisandro Muñoz con el rostro desencajado del miedo, tenía unas ojeras enormes, se le notaba a leguas que había dormido mal. Me preguntó, de buenas a primeras, si yo no había visto nunca a “la ahorcada”. Le dije que no tenía la menor idea de qué, o de quién, me estaba hablando. Me dijo: “sale por las noches, por allá en el pasillo posterior del edificio del Básico 1, anda en dormilona, tiene una soga en el cuello, dicen que es la hija menor del patrón que se ahorcó en la mata de mangos hace muchos años, se suicidó por una pena de amor”. Yo le pregunté que qué cuento era ese, que de dónde sacaba esa historia de aparecidos. Me respondió, perdiendo un poco la paciencia, que lo único que tenía que hacer era quedarme una noche a dormir en la Simón Bolívar, que me acercara a la medianoche por los alrededores de la mata de mangos que aún estaba de pie justo detrás del Básico 1. Y que esperara. “Lo malo es que si ella lo ve, lo va a perseguir hasta alcanzarlo. Y si lo alcanza, lo ahorca”. Yo me reí, quizá por los nervios. “No se ría, mire cómo me tiene a mí” y diciendo esto se bajó el cuello de la camisa caqui y se señaló la carne herida. Un mordisco, o una quemadura de cuerda sobre el cuello. “Eso fue ella. Noche tras noche se me aparece y me persigue para ahorcarme. He pedido traslado, que alguien me haga la suplencia, que me den de baja, lo que sea. Me dicen que me deje de mariconadas, que sea hombre, que cómo voy a andar con cuentos de fantasmas, que le estoy faltando el respeto a mi Guardia Nacional. A mí no me importa, yo quiero que me saquen de aquí”. Yo hice lo que pude por ayudarlo. Pero el hombre se fue volviendo loco, cada vez más loco, cada vez más paranoico, y con aquella herida en el cuello todos los días más grande. Se lo llevaron con camisa de fuerza una tarde. Y hay un rumor en la Universidad de que no ha sido ni el primero ni el último. La ahorcada de la mata de mango aún anda por allí…
Escuchamos la corneta del Coronet verde, los tres bocinazos característicos del carro de mamá. Nos esperaba ya en la esquina. “Acuérdate de quedarte callado. Ni una palabra, José Santos”. “Tranquilo, papá, no diré nada”.
“¿Cómo les fue a los hombres de mi casa?” pregunta la vieja desde el volante con la dulzura de siempre. “Bien… muy bien” respondemos los dos con atropello y duda. “No parece, con ese tono fúnebre, y esas caras… ¿seguro que bien?”. “Sí. Todo bien”. Mamá no pregunta más; es una artista haciéndose la que no se entera de nada cuando está clarísima en cómo es todo. Guarda silencio y luego canta suavecito cualquier cosa. Seguro que más tarde le ajusta las cuentas a papá, calladita y a puerta cerrada.
Llevo diez minutos de retraso para llegar a mi clase y subo las escaleras hacia el Básico 1 brincando los escalones de dos en dos. Casi me llevo por delante a Don Efraín, el jardinero de la Universidad Simón Bolívar, a quien la propia universidad le ha dado permiso para levantar su ranchito detrás del invernadero. El hombre prácticamente es el único ciudadano que vive toda su vida dentro de Sartenejas. Es un hablador de primera, le encanta conversar y tiene una cultura popular que raya en lo genial. Uno habla dos minutos con Efraín y eso ya basta para aprender todos los días algo nuevo. Pero últimamente el hombre anda como tosco, huraño, esquiva los saludos, no te mira más nunca a la cara. Se la pasa con la cabeza enterrada entre los hombros. “Algún día que tenga tiempo me paro a saludarlo y le pregunto. Seguro que ha peleado con la mujer, quizás sea algo con el hijo. Le voy a echar una mano a Don Efraín, pero será otro día”.
Me frena un grito agudo del jardinero: “Profesor… Profesor Urriola”. Me detengo a saludarlo: “Cómo me le va, Don Efraín, aquí voy con retraso para variar… tengo que correr antes de que se me vayan los alumnos”. “Profesor, por favor, un minutito… es sólo para preguntarle si Ud. por casualidad no la habrá visto”. “¿A quién?”. “A la señorita ahorcada, la que anda en dormilona con una cuerda en el cuello. La que me persigue todas las noches”. “No, Don Efraín, la verdad es que no la he visto”.
- Profesor… ¿pero Ud. me jura que de verdad nunca la ha visto? –me pregunta Don Efraín con la voz casi partida por el llanto.
No alcanzo a responderle. En parte porque me mata de pena ver a ese hombre llorar; pero sobre todo porque me quedo frío viéndole la marca sanguinolenta sobre el cuello, como un mordisco fantasmal. Tal vez el rastro de una soga que le ha quemado la piel cerca de la yugular. Y ya allí sé cómo sigue esta historia.