Los insomnios de la casa Winchester
Siempre me he preguntado si los fabricantes de armas pueden dormir. No sé, son pendejadas que uno piensa y que a lo mejor al honorable fabricante de armas le importan un rábano. Quizá este caballero se centra en la tecnología que implica la fabricación de la misma, y tal aspecto tecnológico lo mantiene ocupado. En cierto modo, digamos que ése es su arte. Y por supuesto, de eso vive y con eso le da de comer a su hijos. Yo particularmente con las armas, tengo una relación contradictoria. Nunca tendré una, no me gusta el exhibicionismo que ellas implican, ni su cercanía con una muerte que uno no se anda buscando. Pero debo confesar que su estética, su diseño me fascinan. Ese su brillo oscuro, esa su presencia de líder sectario. Además, si no fuera por los fabricantes de armas, no existirían las películas de Sergio Leone ni las novelas de Dashiell Hammet. Pero aún así, me sigo preguntado: ¿dormirán los fabricantes de armas?
Y es que toda esta cháchara viene a colación porque yo creo saber de alguien que no podía conciliar el sueño ni descansar en paz. Una persona con una gran fortuna alcanzada gracias a la fabricación de armas fuego.
Debo aclarar que no fue esa persona, ella, Sarah, la que amasó tal fortuna, sino su esposo, o para ser más específicos aún, el padre del esposo, es decir, el suegro de Sarah. Pero las culpas en los matrimonios se transfieren, sobre todo si el testamento del marido incluye una herencia de más de 20 millones de dólares, y miles y miles de muertos… o espíritus. ¡Ah!, y cuando digo 20 millones de dólares, que ahora son bastantes, digo en realidad 20 millones de dólares para el año de 1881, que pare entonces era mucho más.
En fin, pongámosle apellido a Sarah para terminar de identificarla. Estamos hablando de Sarah Pardee, viuda de William Winchester, heredero de la Winchester Repeating Arms Company, la célebre fábrica de cierto modelo de rifle que para aquella época era la tecnología de punta, con un promedio de un disparo cada tres segundos. No es de extrañar que dicho prodigio haya sido el favorito de las tropas del Norte durante la Guerra Civil, y tampoco hemos de dudar que Oliver Winchester, padre de William, gracias a éste su otro vástago, se convirtiera en uno de los hombres más prósperos de América.
Pero los ricos, ay los pobres ricos no son felices, y es por eso que prefiero vivir en la ignífuga inopia. Porque la desdicha acecha a los prósperos, y si fabrican armas aún más. Pues donde ve momentos de felicidad allí se mete, a montar su festín macabro. Y en el año de 1866, el 24 de Julio, Sarah y William fungieron como sus invitados de honor. A los quince días de nacida, Annie, su primera – y única - hija, moriría a causa de una enfermedad conocida como Marasmo, un grave decaimiento somático y funcional del organismo provocado por deficiencia de protenías y calorías, causada sobre todo por el abandono prematuro del pecho de la madre y por infecciones intestinales.
Sarah quedó mal, desequilibrada. Empezaría a ir y venir entre la realidad y la locura, entre su casa de New Haven y el asilo psiquiátrico. Sólo diez años después, aún sin hijos, la vida por fin parecía volver la normalidad. Sarah se encontraba mejor, se le veía serena y en contacto con la realidad. Pero entonces, el imperio Winchester, se quedaría sin su emperador. William, ya para entonces heredero de la fortuna Winchester, fallecería de tuberculosis. Sarah, la pobre Sarah atormentada, recibiría casi el 50 por ciento de las acciones de la compañía, y unos 20 millones de dólares.
A falta de marido, buenas son mediums. Así que en esta historia entró la famosa medium de Boston, Mina Crandon. Margery, como era más conocida la medium, pronto empezó a ser vehículo de comunicación del marido, quien informó que sobre ellos pendía una maldición que le había arrebatado la vida de la pequeña Annie y la de él mismo, es decir, William. ¿Quién o quiénes había conjurado la atroz condena? Nada más y nada menos que las miles y miles de personas, ahora espíritus maléficos, que habían muerto bajo el fuego de las armas Winchester. Ellos, esos espíritus, buscaban venganza. A Sarah se le dijo que, para evitar más tragedias, para escapar de esa maldición y de su muerte, debía partir, viajar hacia el oeste de California en compañía del marido, quien en cierto momento le diría donde detenerse para establecer nueva vivienda. Allí, donde su marido le dijera, ella debía edificar una casa, cuya construcción nunca habría de parar. Sarah obedeció, viajó, y en 1884 llegó al valle de Santa Clara. Suponemos que su esposo le habló con alguna lejana voz en el interior de su cerebro, y ella, allí se detuvo. Compró una casa que estaba, precisamente, en construcción, más los 162 acres que la rodeaban. Digamos que Sarah vino, vio y venció, pues durante 36 años (otros dicen 38), los bien pagados obreros de Sarah no pararon de construir aquella mansión, las 24 horas al día, escapando así de la terrible maldición.
Sarah murió a las 83 años de edad. La mansión Winchister es hoy día un museo. Se dice que los fantasmas aún rondan por los pasillos, perdidos y confundidos en aquella mansión alucinada. A lo mejor Sarah también ande por allí, ánima insomne y sufrida. Ella, sin duda, fue uno de esos fabricantes de armas (quien sabe si el único) que no ha podido descansar en paz.
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